Una vez hubo un cine, el más grande de los alrededores, dicen los que lo conocieron abierto y los que sólo han visto su puerta cerrada. La primera Intifada, en el ochenta y siete, acabó con él. Después se utilizó como centro de refugiados, y desde hace años es uno de esos lugares donde el tiempo que pasa se queda y envejece. El óxido se come los esqueletos de las butacas, las telarañas forman tapices del Rococó Arácnido, y las sombras viven tranquilas, sabiendo que la luz no es bien recibida entre sus paredes.
Cuando Ahmed cayó en la tierra y comenzó a desangrarse, mucho antes de que sus órganos aún vivos sirvieran para salvar la vida de otros seis niños, las arterias de Jenin recibieron su sangre y el pueblo entero fue transfundido de su espíritu. El cine de Jenin, entonces, comenzó a volver a la vida.
Lo abatió un soldado israelí un día antes del Eid-al-Fiter, el Banquete de Caridad que pone fin al mes de Ramadán. Por ello, y porque se celebra en familia, Isamel Khatib, su esposa Abla y sus cuatro hijos se habían desplazado a Jenin.
Ahmed les pidió dinero para comprarse una corbata. Echó a correr a la tienda y en el camino se topó con dos amigos. Jugaban a árabes y judíos con pistolas de plástico. Como tenía tiempo de sobra y sólo doce años, no pensó que debiera negarse cuando le tendieron un arma de juguete y le ofrecieron unirse a ellos.
Cada uno corrió en una dirección para ocultarse. Ahmed eligió sin saberlo el rango de tiro de un comando del ejército israelí que buscaba milicianos de la Yihad. Uno de los soldados gritó hombre armado a ciento treinta metros. Después se oyeron dos disparos. Ninguno de ellos salió de la pistola de juguete.
Entre los niños que aprovecharon la vida de Ahmed estaba Menuha Levinson. Hija de judíos ultraortodoxos, su cuerpo no rechazó el trasplante porque mientras la Religión hacía pellas y se fumaba las clases, la Biología estudiaba y se formaba para ser útil.
Su padre, en cambio, esperando a que Menuha saliera del quirófano dijo públicamente que hubiera preferido el hígado de un judío.
Ismael Khatib, el padre de Ahmed, no descansó hasta conocer a todos los niños que llevaban los órganos de su hijo, aunque para ser sinceros cuando los conoció tampoco descansó.
Dos años después, la familia Levinson lo recibía en su salón. Era una imagen imposible. Un árabe sentado en su sofá tranquilamente, sin intentar asesinarle.
Para el señor Levinson era tarde. Por mucho que aprendiera de aquello, nunca sería suficiente como para acabar con sus prejuicios. Los de sus hijas, sin embargo, sufrieron un fuerte varapalo. Menuha era aún pequeña, pero pronto comprendería que el riñón que limpiaba su sangre, que filtraba sus impurezas y la renovaba, era el riñón de un árabe.
Cinco años después de su muerte, las puertas del cine de Jenin se abrieron, con su padre y Leon Geller, el director alemán que rodó su historia, al frente.
Ahmed salió a comprar una corbata, pero en lugar de eso con su vida pagó una ronda de seis, un mensaje de paz y esperanza para su pueblo, y la resurrección del cine de Jenin, donde los otros niños verán su historia y donde él vivirá por siempre.
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