Mentira de ateos.
Broma de Estado.
Sueño vampírico.
Arma de destrucción masiva...
Un hombre despierta a las seis de la mañana. Se dice libre porque su padre murió en una guerra que los suyos perdieron y se lava, sin pensarlo, con el agua con la que fue bautizado, de la que bebieron las reses de sus ancestros y que enjuagó, tal vez, las heridas de algunos de sus enemigos. Elige, de entre sus tres monos de trabajo, el menos sucio; monta en su coche de segunda mano y marcha a la mina. Encerrada, enterrada, la libertad tose y se asfixia como cada día. Al cabo, la sirena suena y la gruta horadada escupe a ciento cuarenta y dos hombres, “si Dios quiere”, rezan sus esposas. “Al fin libres”, dirán ellos, de camino a casa, deseando llegar y acostarse.
Una mujer marcha al mercado. Escoge la carne en función de su precio, el pescado según el color de las agallas, los plátanos por sus pintitas negras, la sal por ser yodada y el pan grande porque hoy viene a comer su hijo. Y cuando va a pagar a la caja la misma duda le asalta y se detiene: nunca sabe en qué cola ponerse.
Un anciano sale a la calle y pasea hasta el parque bordeando un colegio. De camino se detiene en el kiosco y compra maíz tostado para las palomas. Junto a él dos niños mascan chicle y discuten de fútbol. Por un instante evoca su infancia en un nítido recuerdo y, momentáneamente, se siente libre pues aún es dueño y señor de su memoria. Camina de nuevo, arrastrando las alpargatas. Ya ve de lejos la cancela del parque. “¡Abuelo, abuelo!”, grita una voz desde atrás. “¡Abuelito!”. Se gira, pero tan sólo ve a los dos mocosos mascando chicle. “Este oído mío...”, piensa para sí mientras reemprende la marcha. “¿No era tu abuelo?”, le pregunta un niño a otro. “Sí, pero ya no me conoce. Mi madre dice que tiene una enfermedad que se llama Alzheimer”.
Un niño pequeño colorea uno de esos cuadernos infantiles y, empuñando las ceras, avatar de su imaginación, rellena de azul la copa del árbol, de rosa el tronco. Pinta de naranja el cielo y negros los pétalos de las flores. Dibuja una luna malva, reflejada sobre el agua verde del lago. Y a lo lejos, muy a lo lejos, sobre una montaña amarilla, en la cima de roja nieve se dibuja a sí, transparente. Su madre acude, deseosa de ver los progresos de su hijo y al observar el resultado le reprocha, mitad desilusión, mitad preocupación: “Luisito, cariño, ya eres mayor para estas pinturas. A ver si un día me haces feliz y coloreas las cosas como son de verdad”.
Juan va a clase y el profesor le pregunta: “Juan, ¿qué es la libertad?”. Juan calla y así permanece. Al cabo de un minuto el profesor insiste: “Juan, te he preguntado que qué es la libertad”, pero Juan continúa en silencio. El profesor, enojado, le increpa: “¡Juan, ¿por qué no contestas a mi pregunta?!”, a lo que Juan responde: “Sr. profesor, le di dos respuestas”.
La libertad es lo que diferencia a los hombres buenos de los malos hombres: los primeros siempre la buscan. La libertad es un espíritu, meta de un impulso. Ése impulso lo provoca la buena condición humana. Buena condición y libertad son, respectivamente, origen y fin de una fuerza y en ése impulso vive el hombre bueno su vida.
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